martes, abril 26, 2011

El otro yo

Omar no se sorprende demasiado del curso de las cosas, y no es que haya perdido la socialmente venerada (y quizás sobrevalorada) “capacidad de asombro”, más bien le ocurre reconocer ciertos patrones repetitivos que parecen venir a confirmar sus más cínicas creencias, por ejemplo en lugar de proponerle experiencias realmente apetitosas las ideas nuevas le parecen delirios trasnochados, los entusiasmos le merecen dobles, terceras y cuartas lecturas, las mujeres y los amigos le producen un nostálgico y dulce escepticismo.

Omar suspira ante cada palabra que lanza su imparable cabeza y se detiene, en medio del tráfico maquinal de su rutina, a sacudirse uno por uno los sentimientos que lo acometen porfiadamente entre una cosa y otra. Sentimientos inexplicables y solapadamente malintencionados (cree él). Sin duda, Omar es un poco desconfiado y por eso le teme a los grandes cambios, a los desafíos que exigen demasiado de su atención (cada vez más dispersa), su tiempo (cada vez más escaso) y particularmente de sus emociones, las que con cada año (paradójicamente rebeldes a sus temores) parecen estar menos dispuestas a ceñirse al sereno marco conceptual con el que Omar ha elegido vivir, a las creencias cuidadosamente adoptadas por él con el paso del tiempo.



Por esa razón Omar duda del elogio y del optimismo, de la atracción y del deseo, de la ternura y del desprecio. Duda con la misma indiferencia con que se reciben noticias de un pasado muy lejano, con la certeza de que todo es aparente, que nada corresponde a la apariencia momentánea que emerge de las circunstancias, con la fría seguridad de que no hay trascendencia que importe realmente ni hay tragedias que merezcan ese nombre. Omar quisiera librarse de la molesta maquinalidad de los deseos del inconciente, con sincero desprecio se rebela contra neuromarketings y segmentaciones de mercado, todo causalismo le aterra y toda circunstancia le repugna, en el fondo desearía estar más allá de cualquier evaluación intelectual, socioeconómica, financiera o territorial, sin embargo, conciente de sus barreras y recursos, se oculta en un malhumor filosófico que no le impide a ratos reírse malvadamente de la ironía majestuosa de todo.

Entre la risa y la ausencia de asombro, el cotidiano valle de lágrimas de cada día se le ofrece a Omar con las habituales ofertas que acosan a todos los mortales consumidores en ésta, la era del deseo, el déficit atencional y la usura legal. Aquí Omar no se cree excepcional, ni particularmente mejor preparado que el resto, bien conoce sus pecados y sus debilidades y prefiere hacerse el huevón, e ignorar los tentadores anzuelos del gasto “merecido”, antes que validar el consumismo y los objetos de estatus y deseo que lo rodean, que tantas veces y tan burdamente le han hecho pisar el palito. No hay barrio ni auto suficiente ni computador con manzanita ni teléfono inteligente que puedan llegar a sintetizar la cruda, especiosa y compleja máscara con la que se ha envuelto el rostro, tapando todos sus rasgos y prejuicios. Desea creer que no hay nada capaz de sustituir la secreta trama de sus circunstancias y decisiones, ninguna marca, ningún partido político, ni creencia, ni miedo que (con sus mierdosas mentiras corporativas) sea capaz de hablar por él y sus monstruos, ángeles, fantasmas y demonios.

Sin embargo sabe que todos vivimos en una corriente de hechos inconexos y casuales, que nuestra precipitada y caprichosa percepción suele ser el juez que impide la “segunda oportunidad para una primera mala impresión” y que, a la larga, hay juicios y jurados que más vale la pena desoír antes que perder el tiempo en disquisiciones interminables.

En esta maraña de chispazos y contradictorias tormentas mentales, Omar sale a la calle cada día con la seguridad de quien debe matar o morir, aunque al mismo tiempo sabe que tanta convicción es excesiva para las menudas obligaciones que lo esperan, no hay heroísmo involucrado en escuchar, analizar y sintetizar lo que farfullan las gerencias de las empresas chilenas, sus sueños y delirios suelen ser tan conmovedores como el acto de contar billetes nuevos a la salida de un banco. Pura banalidad salpicada con algunas modestas oportunidades de cambios trascendentes.

El taxi, manejar o la caminata cotidiana lo eximen un rato de la abstracción devoradora que hierve en su cabeza, el cuerpo toma las riendas y lo relega al olvido pasajero de las calles, a la conversa insulsa con los taxistas o al silencio bullicioso de los autos atrapados en ese derrame de oficinistas, empleados, gerentes y estudiantes que es Ñuñoa y Providencia por la mañana.

Sólo a veces se cuela un esbozo descuidado de epifanía que le da un nuevo sentido a todo y que justifica la torpe manía de corroerlo todo en la cabeza. Y en esos momentos Omar renuncia a entender, como dice Aristarain se deja ir en “lo único que se parecerá remotamente a la alegría, (…) el placer de ser consciente de la propia lucidez”. Engañosa lucidez que se deja ir en el razonamiento y la lógica de las palabras, pero que a veces sintetiza momentánea y mágicamente las señales contradictorias de los sentidos, los recuerdos y el discurso, conciente e inconciente alineados por obra y gracia de la casualidad (aunque ve tú a saber si no hay mejor explicación) para regalarle a Omar una nueva visión de la “matrix” entre tantas trampas de Maya y su velo.

Otra cosa es el amor, el placer y el deseo, dulces y temibles engaños del animal humano agazapado en sus hormonas, anzuelo urticante que atrae y repele en la exacta medida que se lo desea o se lo muerde. Incapaz de distinguir sus signos y señales, incapaz de hacerse cargo del apetito siempre acechante Omar ha debido aprender a tragar y reciclar la frustración, sublimando hasta los más absurdos pensamientos, los recuerdos, los escapes de madre y las locuras a través de más y más palabras hilvanadas en monólogos que se amontonan en su cabeza, en kilo, mega y gigabytes de Word y en algunos papeles, en mapas conceptuales, en frases y palabras sueltas.

¿Qué se gana con eso?

Omar observa con paciente resignación el mundo que lo rodea, dejando caer sus otras caras, olvidándose de sí mismo y permitiendo que su cuerpo ocupe el lugar designado para él en medio de sus circunstancias, una oficina, un computador, una agenda de obligaciones y responsabilidades, tareas, horarios y honorarios.

Entonces retira su máscara y en la oscuridad sólo queda un rostro inmóvil y silencioso, una vez más es hora de salir a escena.