Levantando la estatua todos los días
Esto no es sencillo, las palabras siempre terminan diciendo lo que no deben o embocando en un aro que no existe. Las palabras hacen las veces de explicación, de juicio, de mentira, de lapidación, diatriba, exégesis, panegírico, de lo que se me ocurra en que las palabras hacen uso de eso que llamamos retórica para intentar explicar mal lo que está pobremente intuido, este largo y extraño proceso de estar vivo.
Pues no se sabe con certeza si es eso que decimos lo que grazna afuera: el cuervo de Poe o el terrible Vulture de Kafka, una cosa amenazante que prefiere una especie de anonimato a dar la cara, porque -como toda cara- quedará sujeta a la interpretación, a la lectura sibilina de los doctos y al prejuicio barato de los ignorantes.
Ahí estriba el misterio y la paradoja en que el buitre resulte ser un zorzal burlón (y criollo más encima), contra el cual el terror sólo es objeto de mofa, risa malévola contra el ogro encerrado en un limón, risa ligera ante el helado de vainilla que corona el café con vista al mar, risa con restos de alcohol para las noches de jueves, risas que como último recurso terminan amurallando un pucará torpe e inexperto contra el raco invernal de Los Andes.
Quién dijo que iba a ser sencillo empezar a trenzar letra tras letra tras letra esta retahíla de palabras tras palabra tras palabras con aspiraciones expresivas que no acaba nunca de hallar su sentido, un sentido cualquiera entre los varios que puede suscitar una lectura desinteresada o una lectura desprevenida, del tipo “me dijeron que se trataba de otra cosa y me metí en esta mierda”.
Que se yo. Mientras miro la tacita de cortado en la estación de Chillán esperando la salida del tren a Santiago, puedo creer e incluso convencerme de que si tiene sentido mirar los diarios, la vitrina helada llena de bebidas y hacer mis apuntes como quien practica un hábito saludable. Gratuitamente el reloj me recuerda cuanto más o menos puedo esperar, la mujer del mostrador me trae el vuelto, las banderitas del dieciocho pasado dan cuenta de ese vientecito de septiembre que me hace tanto bien en esta ansiedad casi feliz de estar en medio de nada, entre una cosa y otra, disponible de palabras y dispuesto a jugar este juego en que nada será como ha sido y todo será como yo lo escriba.
Así me ocupo en narrar lo que no ocurre, me refocilo en mi vacío absoluto con la satisfacción íntima de que cada gota de este concentrado de nada es una suerte de truco donde no cuenta en absoluto el olor a humedad en el aire chillanejo, el aliento a café que se escapa entre mis dientes, la cara de gato del tipo que vende los diarios o la mirada pequeña y risueña que me devuelve una foto en mi celular.
Si poh, que vas a hacer ahora oh gran mentiroso, o peor para qué lo haces, para qué levantar castillos insignificantes, ensalzar estos peos sin sustancia que se los lleva el viento entre las tiesas hebras del mimbre del canasto como si a alguien le interesara desperdiciar un fragmentito de su vida paseando la mirada sobre este irónico pedazo de nada. Para qué oh sicofante, (vamos la playa) oh, oh, oh, oh, oh.
Me levanto para subir al tren, me espera un viaje previsiblemente algo aburrido -pero para eso inventaron los laptops- en que de seguro continuaré jugando con las palabras como corresponde a uno que ha aceptado que no hay otra y ha aprendido que no hay que hacerse mala sangre, que hay que levantar la estatua everyday, que a las finales somos todos hippies (como decían cuando yo era chico).
Pues no se sabe con certeza si es eso que decimos lo que grazna afuera: el cuervo de Poe o el terrible Vulture de Kafka, una cosa amenazante que prefiere una especie de anonimato a dar la cara, porque -como toda cara- quedará sujeta a la interpretación, a la lectura sibilina de los doctos y al prejuicio barato de los ignorantes.
Ahí estriba el misterio y la paradoja en que el buitre resulte ser un zorzal burlón (y criollo más encima), contra el cual el terror sólo es objeto de mofa, risa malévola contra el ogro encerrado en un limón, risa ligera ante el helado de vainilla que corona el café con vista al mar, risa con restos de alcohol para las noches de jueves, risas que como último recurso terminan amurallando un pucará torpe e inexperto contra el raco invernal de Los Andes.
Quién dijo que iba a ser sencillo empezar a trenzar letra tras letra tras letra esta retahíla de palabras tras palabra tras palabras con aspiraciones expresivas que no acaba nunca de hallar su sentido, un sentido cualquiera entre los varios que puede suscitar una lectura desinteresada o una lectura desprevenida, del tipo “me dijeron que se trataba de otra cosa y me metí en esta mierda”.
Que se yo. Mientras miro la tacita de cortado en la estación de Chillán esperando la salida del tren a Santiago, puedo creer e incluso convencerme de que si tiene sentido mirar los diarios, la vitrina helada llena de bebidas y hacer mis apuntes como quien practica un hábito saludable. Gratuitamente el reloj me recuerda cuanto más o menos puedo esperar, la mujer del mostrador me trae el vuelto, las banderitas del dieciocho pasado dan cuenta de ese vientecito de septiembre que me hace tanto bien en esta ansiedad casi feliz de estar en medio de nada, entre una cosa y otra, disponible de palabras y dispuesto a jugar este juego en que nada será como ha sido y todo será como yo lo escriba.
Así me ocupo en narrar lo que no ocurre, me refocilo en mi vacío absoluto con la satisfacción íntima de que cada gota de este concentrado de nada es una suerte de truco donde no cuenta en absoluto el olor a humedad en el aire chillanejo, el aliento a café que se escapa entre mis dientes, la cara de gato del tipo que vende los diarios o la mirada pequeña y risueña que me devuelve una foto en mi celular.
Si poh, que vas a hacer ahora oh gran mentiroso, o peor para qué lo haces, para qué levantar castillos insignificantes, ensalzar estos peos sin sustancia que se los lleva el viento entre las tiesas hebras del mimbre del canasto como si a alguien le interesara desperdiciar un fragmentito de su vida paseando la mirada sobre este irónico pedazo de nada. Para qué oh sicofante, (vamos la playa) oh, oh, oh, oh, oh.
Me levanto para subir al tren, me espera un viaje previsiblemente algo aburrido -pero para eso inventaron los laptops- en que de seguro continuaré jugando con las palabras como corresponde a uno que ha aceptado que no hay otra y ha aprendido que no hay que hacerse mala sangre, que hay que levantar la estatua everyday, que a las finales somos todos hippies (como decían cuando yo era chico).
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