martes, junio 10, 2008

Qué tristeza, parado en mitad de este desierto en que sopla el viento. Con las manos en los bolsillos con la mirada sostenida en un horizonte que vibra de silencio y de frío, en mitad de un viento de tierra, de hojas, papeles, pelusas en la cara, pájaros que pasan alto y lejos, solo como sobreviviente de un cataclismo con los zapatos llenos de barro y moho, silencioso y sin réplicas en que el único damnificado eres tú, que sientes esta tristeza vieja y derrotada. Esta ancla que se anuda sola y se deja caer en mitad del vuelo, en mitad de la risa, en mitad del sueño. Mitad realidad, mitad pesadilla, el ancla te sonríe desencantada, desencajada, irónica, olvidándose deliberadamente de la dicha dadora de vida, refregándote el repaso absurdo de decepciones y caídas, refregándote la innegable perversidad de este presente seco, desabrido cuyos únicos remedios son paliativos, cuya única sanación está tan lejos que asusta, tan inaccesible como abrirse el pecho y extirparse ese absurdo músculo rojo y sanguinolento, y el único doctor posible es el hijo de puta que te mira en el reflejo del espejo. Oh médico, cúrate a ti mismo.

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