jueves, enero 08, 2004

Aquí sentado en la oficina de profesores de una universidad privada en Santiago de Chile, detrás de la mezquina preocupación por horas de clases a asumir el próximo año académico me rasco una oreja y disfruto del aire fresco que emana misericordiosamente mientras en la calle el sol hace de las suyas...
Instantáneas de un devenir que no deviene si no que invade y empuja las tareas pendientes de un ser padre, 34 años, 1.80, 85 kgs

Semblanzas juveniles

De seguro en algún lado aun existía la comunión, ¿comunión con qué?, la primera o la segunda o la tercera comunión, como en el trabajo que alguna vez hicimos con el explosivo Felipe para el taller de Waldo, "el litúrgico regreso de ultramán", buscando una comunión con algo invisible trasvasijado en los héroes imposibles y ridículos de la niñez. Dios a veces se me presenta como un héroe imposible, una salida a la batalla sin escudo ni espada, sin ametralladora ni máscara antigás, "máscaras antiguas" como decía el Pedreros, cuando éramos chicos y nuestros amigos y amigas apenas si podían entender los aburridos párrafos de una publicación religiosa de origen norteamericano (ad nauseam). Ja, ¿debiéramos detenernos en esas minucias increíbles?, cuando con el loco de Fernando les leíamos pasajes de la biblia a los vecinos aburridos de la Santa Adela y entre casa y casa comentábamos a Orwell o a Chesterton o al Che Julio, cuando no me escapaba a saludar a mi noviecita calentona de la que a veces, (oh, mísero de mí) debía huir cual José huyendo de la esposa de Potifar. Eran tiempos ligeros, con todo el futuro disponible para dedicarle cuatro horitas a la guitarrita, dos horitas para escribir, tres horas para salir con el Józe y Fernando a aplanar malezas por la línea del tren y acostarme sin culpa a las cuatro de la madrugada y salir como lechuga al día siguiente a botar otras horas más en cualquier actividad, almorzar con papá, leer, leer uno tras otros los libros de siempre, los clásicos, los malos, los que había que leer y dibujar monstruos, hacer collages en ese cuaderno de apuntes que hacíamos colectivamente como queriendo fijar el momento, la esencia de ser únicos, irrepetibles en el culo más hediondo, gris y ferozmente hermoso del mundo.
Reírse de la gente: otro deporte adolescente fruto de la omnipotencia secreta e idiota de esa edad. Por ejemplo subirse a las O'Higgins (microbuses rojos y blancos la 1H y la 1C) hablando en voz alta de tangos y de bandoneonistas repitiendo de memoria una conversación inconexa registrada en el programa de tangos del domingo, meterse en el silencio pasivo de los demás, meterle a la fuerza los nombres de las mujeres en el tango ("Rosita Quiroga, Mercedes Simone, Azucena Maizani, Virginia Luque -que canta desde el útero-..."), hacerse notar en un recorrido de micro, mini performance cotidiana a la que uno se acostumbraba cultivando un histrionismo sin sentido inmediato, sin otro objetivo que patear la costumbre y la actitud borrega de la gente.
Para qué, a ver dígame usted para qué. A esta altura me parece recordar la odiosidad y la risa que me provocaba recordarme actor de esas situaciones abstractamente hermosas, pero objetivamente bastante infelices (ya estoy acordándome de haber recordado esto antes), quizás a los veintisiete cuando recién papá, quizás ayer. Imposible hacer recuerdos tan precisos. Pero la comunión no parecía imposible, mientras caminábamos nuestro abandono por Maipú o por Estación Central no parecía imposible hallar las respuestas a todas las preguntas que salían de nuestra malvada imaginación aun carente de un sólido e indesmentible piso de "experiencia".
¿Qué sentirán los virus? Preguntaba el hijo de turcos que apareció con su guitarra a pechar comida y techo esos años, el mítico converso a nuestra religión que dejó carrera y ambiciones para cantarle baladas desabridas al Dios guerrero de nuestro correligionarios, para admirar las curvas de la hija de nuestro amigo contador y para dejar breves recuerdos verbales, sutiles inflexiones completamente demenciales en este tiempo parco e hipotecario ("en realidad, no nos interesa...").
Reírse era el norte, reírse metafísicamente si es que eso es posible, vivir en un perpetuo turismo existencial, inyectando la anormalidad como una vacuna contra la máquina, una droga para mantener despierta una lucecilla en medio de la absoluta mezquindad de dones que heredábamos de nuestro entorno.
¿Te acordás hermano de las ruinas de Mirapichu?
Los departamentos DFL2 que el terremoto del 85 dejó cuarteados y abandonados a su suerte en la calle Mirador (mirador + macchu picchu = mirapichu), donde alguna vez con tizas de colores dejamos unos monstruos (eso lo hicimos con el Joze, creo), tomamos unas fotos -que más tarde pasé por una máquina reveladora de películas de imprenta y las insolé en ozalith- y yo escribí un cuento sobre un tipo que establece una relación amistosa con un perro que le reprocha su vivir "burgués" (ja ja ja, que mierdoso reflejo de lo que uno termina siendo, esclavo de una forma de hacer las cosas que la ignorancia y la absoluta inocencia te empuja a rechazar sin saber, sin detenerse a admitir, que la transaca había que hacerla igual pascual). Pero qué envidiable manera de sacarle el jugo a la poquita cosa que había a la mano, a patita, sanos y elásticos para mandarse horas de caminar y espantar perros y vecinos y pungas a punta de abrigos, trípodes y cámaras fotográficas, disparadores de cable y marraquetas con leche, ah, y "ojo con las cholgas".
En esos actos, en esas creencias había coherencia y quizás ahí estaba la comunión, hermana o prima de la estupidez. Consecuencia natural de la frasecita de Cortázar "de los tontos será el reino de los cielos" y así nos va.
Nadie se aguantaba esos trotes, ni la negra, ni el caballero, ni el bruto del esteban, ni el buenazo del Mario (al pobre Pato lo exiliamos antes de saber si era o habría sido capaz de aportar a la causa, a pesar de lo rara que era su familia en medio del resto de las gentes de entonces). Había que ser un loco delirante, y por sobre todo tener un mapa -que no teníamos- de la vida en que se pudiese optar a una ubicuidad social y económica imposible con el paso de los años.
La vida nos fue metiendo quiebres y pliegues, en mitad de esas nadas en que se empezó a desintegrar lo que pudiera haber sido, en mitad de sobredosis de somníferos, de depresiones galopantes y "capsulitas de la felicidad", algo nos fue cambiando, La decepción quizás, la falta de ganas, una conciencia prematura de que los juegos ahora, en un cierto punto de la trama requería nuevos ingredientes. Es cierto que a nuestro modo la religión sólo sirvió de excusa o de pegamento, jamás de trasfondo, pero algo ahí se rompe, con los nuevos amores, los nuevos amigos, las nuevas aspiraciones, las soledades, las obligaciones que hurtan el tiempo, las proyecciones, hasta que uno termina por olvidarse de si mismo.
Algo parecido le debe pasar a todos los que finalmente "se venden", sea lo que sea que eso signifique, a los que deploran su vida, los que viven en el "me acuerdo cuando", etc. Por lo que rápidamente me apuro en precisar que sólo estoy destacando un valor preciso y particular de un momento mágico de la película. Que me gustaría pasar de nuevo por ahí ...pero of course, pero yo se que el ciclo se habría cumplido igual de ser el que soy, los que somos, lo que hemos decidido ser hoy.
Eso que nunca nos detuvimos a hablar del rol explosivo de las mujeres en estas rupturas, del mandato que nos enamoró de innumerables mujeres en lapsos ridiculamente breves o masoquistamente largos, es así con todo... para qué seguir.