Cuando con Felipe hablamos del asunto ninguno de los dos estaba pasando un muy buen momento, la situación económica del país, siempre al borde de una recesión anunciada, hacía rato que nos impedía a él y a mí poder ser considerados “sujetos de crédito”, peor aun por cuanto las sucias mañanas de Santiago generalmente nos encontraba trepados a inmundas micros, colgando de sus tubos cromados y dejándonos zamarrear indiferentes a todo, condenados a cumplir unos sufridos deberes impuestos por la necesidad pero ajenos a toda vocación masoquista. Felipe trabajaba de garzón en una cadena de restoranes de esos que se instalan en los malls y yo me había agarrado un pituto revisando pólizas de seguro vencidas en una triste oficina de medio pelo, rodeado de otros seres que como yo, anónimos y decadentes, no veían ninguna luz al final de ningún túnel ni el condenado sol que brilla tras ninguna tormenta. No era asunto de sentirnos culpables por haber escogido una vida mediocre en lugar de dárnosla de lumbreras en algunos ámbitos personales más agradables, más bien habíamos llegado a la conclusión de que nos era muy difícil sentirnos cómodos en las casillas ajenas, en los estereotipos estimulados desde el otro lado de la valla, desde la propaganda de Paris o de Ripley y que esa carga nos iba a pasar la cuenta si es que no conseguíamos abrir una puerta que fuese sólo la nuestra, o al menos la que cada uno de nosotros fuese capaz de inventar y abrir. Por eso en las juntadas en la Plaza Ñuñoa y con los jarros repletos de schop, comenzamos a redondear la idea del corretaje.
No es ningún misterio que Felipe y yo compartimos muchos intereses y experiencias comunes, el colegio de curas, la curiosidad por todo tipo de fanatismos suicidas, ciertos cursos de oratoria y el gusto por confundir a la gente con temas completamente fantasiosos que siempre ocultaban alguna base real: las palabras de Jesús, el Budismo Zen, la fe Baha’i y el origen prostibulario del tango “El Choclo”. Estos antecedentes seguramente prefiguraron la idea de juntar nuestras fuerzas para modificar los destinos insípidos a los que no habíamos conseguido habituarnos. Destinos insípidos que a fin de cuentas fueron el combustible (la energía) que nos facilitó el asunto del corretaje, tanto de nuestra parte como la de la gran cantidad de gente que puso fe en nuestras gestiones. El asunto era simple y ridículo si se mira bien, pero sabiendo que la gente que mira bien es tan poca, nos lanzamos sin vacilaciones a la búsqueda de almas dispuestas a dejarse consolar por las deidades, ritos y cosmogonías más diversas. El corretaje, como todo corretaje, consistía en proponerle a quien así lo deseara la mayor cantidad de ofertas religiosas y existenciales disponibles en el mercado, intentando rigurosamente cumplir con las expectativas y deseos de sus almas desconsoladas.
No se crea que queríamos lucrar de la desorientación ajena, más bien queríamos conseguir la influencia y la aceptación social necesaria que hiciera prescindible el preocuparnos del dinero. Ya se sabe que en nuestro país más que tener dinero, el asunto es entrar con estilo y con energía a un club, el de los que se reparten la torta.
Otra de las bases programáticas del corretaje era nunca discriminar por la fe congénita de cada quien. Nos era aceptable una devota de la Virgen del Carmen como un Osho confundido, un hinduista ferviente como un sintoísta alejado de su templo. A cadaquien lo suyo y si andabas buscando un templo evangélico te lo conseguíamos con una certeza casi científica de que ibas a encontrar mediante nuestras gestiones todo lo que hacía falta en tu vida espiritual. Y como todo corretaje nosotros cobrábamos nuestra comisión, muchas veces simples almuerzos en hermosas casas del sector oriente, reparaciones sin costo de nuestras casas, rebajas en las verduras y ropa de marca, entradas por un año al Hoyts, parrilladas gratis y una que otra vez agradecidos cheques que cobrábamos por caja y repartíamos fifty fifty sin ningún reparo, hasta un auto consiguió Felipe, el que yo no quise vender y que dejé que Felipe usara sin remordimientos pues me agobia manejar, y mi rol de investigador y documentalista espiritual sencillamente me daba todas las satisfacciones que hasta entonces había buscado, ver a Felipe al fin motorizado era conmovedor.
Felipe tenía una llegada notable con los humildes de espíritu (descubrí que una secta por ahí traducía la célebre expresión “pobres de espíritu” por “los que están concientes de su necesidad espiritual”, demasiado), yo me dedicaba a la doctrina y con eso me alcanzaba. Las relaciones públicas nunca han sido lo mío.
En estas diferencias habitaba nuestra fortaleza, yo indagaba las posibilidades, investigaba los matices doctrinales (que normalmente causan cismas y definen apostasías) y Felipe sondeaba el mercado, definía los targets y proponía las soluciones a nuestras ovejas sin pastor. Éramos un equipo de aquellos.
Normalmente mientras yo leía las suras, los escritos doctrinales de los sunnies o me ponía al día con las encíclicas, las beatificaciones, el tarot marsellés o la cultura Moche, Felipe arribaba con una rigurosa base de datos en la que luego identificábamos los sujetos sensibles a nuestra propuesta, era cosa de rondar los cementerios, los hospitales, las clínicas, los gimnasios, los supermercados para individualizar a nuestra audiencia. Como se sabe, la desesperanza y el vacío cunden en esta cultura del consumo, cualquiera que no se sienta a la altura de sus expectativas, cualquiera que sospecha la amarga realidad de la vida se vuelve un candidato seguro a todo tipo de transacción, no de otra forma operan las marcas, los bancos, los gobiernos; “lo que no correspondería tener por mis méritos o por mi condición natural –parece que pensamos los humanos- debo tenerlo porque puedo comprarlo”, compro ergo puedo, hasta que algún doblez malintencionado del destino nos muestra la otra cara de la moneda, y no hay mastercard ni visa que ayuden a vislumbrar aquello de que la vida es ahora, de que somos dueños de nuestro destino, etc. Ahí entrábamos con Felipe a escena, apuntalando la decepción con eucaristías, bautismos colectivos, circuncisiones, metafísica, sufismo, lamaísmo y otros subproductos religiosos que, sin juzgarlos ni prejuiciarnos, usábamos como puente contra el dolor y la incertidumbre de nuestras ovejas sin pastor.
Ese era nuestro marco teórico que la mayoría aceptaba, pues actuábamos de buena fe, completamente convencidos de la necesidad de guía de la gente, seguros además de que cada opción que le alcanzábamos a los desorientados era adecuadamente ponderada y discutida por nosotros, pues a cada quién lo suyo, una fe para cada personalidad. Cada persona en su fuero interno persigue ciertos objetivos y deseos inconfesables o a menudo ingenuos: la casa propia, orgías permanentes, autoflagelaciones, un auto gigante, prestigio, jubilaciones dignas, menade a trois, asesinar a un pariente, un jefe, etc. Esas mínimas ambiciones van conformando los deseos y los objetivos de sus conductas y al mismo tiempo su negación ¿cuánta gente incongruentemente termina yendo a misa como negación de sus deseos pedofílicos, adulterinos, alcohólicos, y así por montones? De más está decir que el corretaje tuvo enorme éxito, debido a este mismo desequilibrio aparente. La razón manda mantener la balanza de nuestros deseos y expectativas en un marco razonable de buenas costumbres, las que cada día son más difusas e inexplicables. Esta confusión marea a cualquiera y la religión, el partido, la fe, el fútbol, el rebaño se vuelven mecanismos naturales de supervivencia, sino que lo diga George W. Bush, Stalin, Hitler, Benedicto o Swami Brabuphada (o los Beatles, Britney Spears, Nike, Sony, Shell o el Real Madrid). Ya lo decíamos, a cada quién lo suyo y a nosotros el corretaje, lo nuestro era la fe ajena, la red de personas armada en torno a la fe y la esperanza, por no hablar de la ilusión de que esta realidad material no lo es todo en absoluto.
Quizás el punto crítico de nuestras gestiones se hizo evidente cuando el número de personas necesitadas de esta especie de coaching espiritual sobrepasó las más delirantes proyecciones. Como suelen decir los pastores evangélicos, había “hambre y sed de la palabra”, pero casi de cualquier palabra, ya fuera del Buda, de Cristo o de Quetzalcoatl. Y había mucha gente que no estaba dispuesta a asumir credos trillados, misas, mezquitas y congregaciones conocidas pues su hambre ya había transitado y husmeado lo conocido, sus espíritus anhelaban algo completamente nuevo.
Como nuestra labor era de mero corretaje a veces la simple exhibición de las fortalezas y oportunidades de varios credos resultaba insuficiente para algunos, no habíamos dimensionado el enorme poder de la fe en lo nuevo. Las personas aun en su desorientación querían husmear ritos desconocidos y a la vez modernos, cómodos y confiables; contradicción que comenzó a irritarnos cuando paulatinamente algunos contactados manifestaron su hambre por más, su desilusión al darse cuenta que Felipe y yo no éramos pastores ni sacerdotes ni ancianos ni rabíes. Apenas dos tipos con fobia a la locomoción colectiva y ciertos intereses místicos comunes.
Ahora es posible verlo como un acierto y un error al mismo tiempo, el momento de hacer crecer el radio de nuestras competencias espirituales fue a la vez el quiebre administrativo de nuestra exitosa sociedad, quiebre relativo, claro, nunca premeditamos llegar a ser un credo formal, nunca hicimos nada especial por serlo, hasta que Felipe concibió a Los Nuevos.
Felipe creía que era el momento de aprovechar la oportunidad que nos daba el mercado de la fe. Y que tener una oferta atractiva también pasaba por ofrecer nuestro propio cuerpo de fe, una doctrina, una nueva síntesis de las creencias que ya conocíamos y que pertenecían al acervo de la humanidad. Creo que Felipe estaba algo influido por la lectura de Groys, o por las políticas educativas del gobierno, o por las tareas de desarrollo de las asociaciones empresariales, no lo se bien del todo, pero su propuesta era elevar al rango de fe la creencia contemporánea en la innovación y lo nuevo. Adorar a las diversas deidades por nuevos caminos cada día, modificar la fe propia en movimientos permanentes y mejoramientos incrementales.
A mí me sonaba raro y le dije riendo que propusiera a Drucker y a Peters como sumos pontífices. No lo tomó a broma y me dijo que si había una cosa que unía a buenos y malos era el deseo implícito de triunfo, de estar en poder de algo que le estaba vedado al resto y que lo nuevo en todas sus manifestaciones había sido el motor de vanguardias y movimientos, de cambios que terminaron convirtiéndose en norma y a la larga abono de su propio fin, al ser terreno fértil para la irrupción de nuevos cambios. Además Felipe decía que debíamos considerar cada emprendimiento, cada cosa nueva instalada en el mundo como la continuación de la obra creativa de un poder divino, de una conciencia que nos incluía a pesar de nuestra ignorancia. Cada fiel entre Los Nuevos de alguna manera tendría franquicia divina para instalar en la realidad algo completamente nuevo para adorar o entrar en contacto con esa conciencia ilimitada.
Debo decir que Felipe lo tenía bien desarrollado y que me dejé llevar en su entusiasmo. Naturalmente no me veía como pescador de almas ni como imán ni como lama ni como nada parecido, a lo sumo pensé que sería divertido explicar y proyectar lo que hasta ese momento habíamos conseguido: un inusual dominio sobre los diversos mecanismos de la fe. Recuerdo que nos fuimos a la casa de un contactado en el lago Vichuquén a sentar las bases doctrinales de Los Nuevos y a definir la estrategia con que tendríamos que enfrentar este reto, obviamente lo nuevo requería toda nuestra capacidad de innovar, sin caer en siutiquerías y sin imponer artificios. No sabía que era el inicio del acto final.
La casa del lago era extraordinaria, no podíamos negar que toda la tecnología disponible nos facilitaba enormemente el trabajo. Abstracts en formato digital de filosofía, administración, psicología, los evangelios, chamanismo, devedés de cine ruso y novelas de ciberpunk, entre otros manjares alimentaron nuestras charlas y nuestros argumentos, permitiéndonos concebir la estructura general del “novedoso” credo. Aparte que los cursos gratis de alta gastronomía, mecánica general, inglés y francés que por ahí conseguimos nos permitieron aprender más y aprovechar este retiro como unas verdaderas vacaciones. Realmente lo disfrutamos, como Dios manda si se puede decir en este caso. Pasamos cerca de tres semanas alimentados por la confianza y la buena fe de nuestro huésped, quien no sólo aportó techo y paisaje sino que además una despensa llena y remesas periódicas de frutos de la región, vinos y carne. Realmente nos querían, puedo decir que en muchos casos habíamos llegado con la solución precisa en el momento adecuado. No se en que estábamos cuando decidimos embarcarnos en esto.
Felipe tenía una detallada relación de cuantos contactados habían manifestado un interés adicional por establecerse en una fe distinta a las conocidas, sabíamos de sus intereses, sus problemas y expectativas. Había de todo, empleados públicos y municipales, empresarios hastiados de la eficiencia, jóvenes y viejos, artistas con crisis de fe, viudas desorientadas, profesionales que habían perdido seres queridos, personas alegres y curiosas, amargados y resentidos; un rosario aparentemente incongruente de personas con un único ingrediente común: ansia de espiritualidad, de una fe contemporánea, ecléctica y decididamente antipostmoderna, antirrelativista y fundamentalmente emprendedora. Algunos amigos manifestaron que había que ser medio tonto para ensartarse en asuntos de fe y en religiones nuevas. Con Felipe estábamos convencidos que no era así, que la fe y la religión son asuntos en que la racionalidad no tiene nada que hacer ni decir, por eso nuestro objetivo, más que asegurarnos un pasar digno a costa del resto, era darle paz a un grupo de gente poniéndola en contacto con la mejor síntesis de los credos y doctrinas, con una fe pragmática y operativa, que se estuviese construyendo día a día gracias a la contribución de todos sus adeptos y cuyas doctrinas sólo fuesen un marco para el acercamiento personal a lo divino, sea lo que fuera que cada quien entendiese por divino. Pero para eso había que empezar induciendo el amor por lo nuevo, inculcando la fe en la idea de que hacer, inventar y maquinar siempre cosas nuevas era inconmensurablemente mejor que no hacer nada y que la tarea de crear era el dogma y el orden natural.
Los problemas no se manifestaron inmediatamente, por el contrario los primeros meses fueron una verdadera luna de miel. Los fieles aceptaron entusiasmados el estudio sistemático del budismo zen y de los ritos yanomamis, acudieron felices a nuestros retiros para descontaminarse de los medios, de los celulares, de los valores y prejuicios de una sociedad de consumo, aceptaron considerar a la tecnología como una invención liberadora que debíamos controlar mediante el desarrollo de habilidades supratecnológicas, aceptaron mantenerse en contacto permanente mediante mensajes instantáneos, que recurriéramos a mantras experimentales y que cambiásemos de cuajo la alimentación habitual por una en que la sorpresa y lo novedoso fuese una condición esencial. Parece que había un hastío con todo, ya que cualquier alteración y experimentación era bien recibida y asimilada como un conocimiento imprescindible. Esta gente era realmente adicta a la novedad.
Pasamos a vivir en un brainstorming constante y agotador, descubrimos que la motivación del rebaño, que crecía como sabe hacerlo una moda o un hábito clandestino, dependía directamente de nuestra habilidad por sacar del sombrero cada vez conejos más extraordinarios e inusuales. Ni con el pensamiento lateral de De Bono conseguimos ponernos a la par de los insaciables consumidores de novedades: transitamos por antimisas, rezábamos madrenuestras, reemplazamos el vino y el pan por leche materna y placenta humana, meditábamos grupalmente haciendo redes tonales, nos vestimos de rojo, de gris, de verde, hicimos canciones de adoración basadas en fórmulas químicas, analizamos a Seinfeld y a NipTuck como posibles epifanías, repetimos mantras en mapudungún, en yiddish, en gaélico. Creo que caímos involuntariamente en un juego hedónico en el que oficiábamos de animadores de la fe, verdaderos showman de la divinidad, ya parecíamos guionistas de sitcom tratando de mantener cautivo a nuestro rebaño. Debo decir que Felipe disfrutaba de esto.
Hoy creo que uno de nuestros errores fue desechar el castigo o el miedo a la muerte y al infierno, pues por principio no quisimos imponer prohibiciones en desmedro de las posibilidades creativas que demandaba la existencia de una fe basada en la experimentación y la proposición de lo nuevo en todas sus variaciones. Y ahí si que comenzó a desgranarse el choclo, una fe que no prohíbe nada necesita coerción permanente, y nosotros no teníamos espíritu de milico. Felipe quizás se avenía mejor a reprender a algún creyente pasado de revoluciones, a poner en su lugar a alguien cuando un mínimo de urbanidad exigía cierta consideración por el resto. Yo sólo me daba vuelta y me iba, no toleraba tener que dar de nalgadas a nadie. Al menos no en las circunstancias que vieron el fin de nuestra próspera sociedad.
Cuando con Felipe intentamos ritualizar una síntesis de la navidad cristiana con las saturnales paganas, el cansancio nos impidió prever las consecuencias de apostar por la más popular de las fiestas; el fin de año, el calor santiaguino, el apuro por regalar y por festejar nos hizo un poco más descuidados y en medio del estudio de los orígenes del árbol navideño, de la costumbre de intercambiar regalos y de los nombres de los reyes magos (ya no recuerdo si Felipe o yo) mencionamos, entre conversas de vino y queso –nuestra costumbre confesional de los viernes con los fieles-, que lo normal era pedir buenos deseos en estas fechas y expresar esperanzas de buenaventura, por lo tanto para variar lo nuevo sería hacer realidad esos y otros deseos, denegar la posibilidad a que subsistieran deseos insatisfechos, festejarse en serio y festejar al resto. La propuesta fue bien recibida, nuestros fieles aparte de entusiastas de toda novedad eran emprendedores, nadie mejor que ellos para romper las normas y los hábitos.
Esa nochebuena la pasé con una amiga afortunadamente agnóstica con quien entre misas, ritos y zalemas nos permitíamos ciertas licencias eróticas, nada del otro mundo pero muy adecuadas para nuestra fe sin reglas. Esta chica se reía mucho de nuestro corretaje de almas mientras intercambiábamos regalos y arrumacos menos espirituales que carnales. Tal vez influida por decenas de películas me dijo que yo le recordaba los sacerdotes de los western, de cuello blanco, calzoncillos largos y un revolver dentro de la biblia. Estas ocupaciones nos entretuvieron en la vieja casa de Ñuñoa que hacía un tiempo usábamos como centro de reunión y que yo había adoptado como mía, hasta pasada la medianoche, hora exacta en que recordé a Felipe quien debía estar con algunos fieles abriendo regalos y otras innovaciones inventadas por ellos en una parcela en Pirque. De más está decir que no éramos particularmente familiares y que una navidad con o sin parientes nos daba casi lo mismo. Qué fue lo que llevó a Felipe y un grupo de fieles esa noche a la casa de Ñuñoa no terminé jamás de entenderlo, he meditado bastante en eso estos últimos meses encerrado en la casa de mi amiga en uno de los lagos del sur, pero no me decido por ninguna versión en particular. Quizás la premisa de innovar en forma y fondo de cualquier acto de fe les hizo pensar que una navidad simple con regalos, cola de mono y pan de pascua era demasiado obvia para el eclecticismo rupturista de Los Nuevos. Quizás la conversación versó sobre el humilde nacimiento del mesías en un establo, quizás se ponderó la vitalidad pagana de celebrar al sol invicto, por ahí me imagino a alguno de ellos invirtiendo los términos y pensando en una antinavidad en que el mesías muere saqueado y despojado de todos sus bienes en un ambiente de lujo absoluto, sacrificio que podía ofrecerse o no al sol o la luna, a un banco o una multitienda.
De lo que si puedo dar fe (ya me está molestando la palabrita) es que el grupo llegó a Ñuñoa con Felipe ebrio y coronado con camelias blancas, que estos adeptos entusiastas de la novedad no sabían cual de los dos haría mejor el papel de mesías que abandona el mundo en navidad, si Felipe (el simpático y sociable) o yo (el doctrinario y estudioso). Felipe repetía incongruentemente que el no era “cordero de ningún dios que él conociera, a lo sumo merluza, merluza con papas fritas”. Los Nuevos gozaban con las palabras de su semimesías y quizás esperaban algo semejante de mí, pero la sospecha de que la cosa pintaba feo me impedía ser ocurrente. Escondí lo mejor que pude a mi amiga y me fui a parlamentar con estos alegres devotos intentando sacarlos de la casa y que dejaran a Felipe bajo mi cuidado, su estado de ebriedad no consentía más juerga.
El problema era que estos fieles estaban decididos a todo, les parecía en extremo novedoso transitar contra el tráfico navideño. Se pusieron de acuerdo en que si al niño Jesús lo habían festejado tres reyes magos, al antimesías con tres delincuentes nada de mágicos le bastaría y sobraría. En medio de esas discusiones les rebatí que era muy probable que los famosos reyes del evangelio hubiesen llegado mucho tiempo después del alumbramiento de María, pero no me escucharon, para variar habían decidido ignorar premeditadamente a cualquiera que oficiara de maestro, por lo demás eso les obligaba a actuar más rápido.
En una antinavidad la humildad sobraba, los maestros sobraban e incluso había que deshacerse de ellos. Felipe completamente ebrio decía acaso no querían hacer galletitas con forma de pene. Fue entonces que determinaron que la edad del mesías era asunto importante, Felipe era dos años mayor que yo y en consecuencia el candidato ideal para el antinacimiento. Intenté echarlos de la casa sin embargo recibí un botellazo lleno de cola de mono en la cabeza, con una ceja rota me arrastré a la pieza donde me esperaba escondida mi amiga, le comenté lo que estaba pasando y angustiada me dijo que no quedaba más que huir de ahí. Yo sentía que la voz de Felipe se alejaba cantando Noche de Paz muy desafinado, por un momento sentí que debía volver a separarlo de estos fieles descocados. Pero los efectos del botellazo me impedían pensar claramente, entonces ya no sentí más ruido y cuando volví a la sala no había nadie. Llamé a los carabineros y cientos de veces al celular de Felipe, pero ninguna opción logró tranquilizarme, el celular estaba apagado y los carabineros no entendían nada de mi historia, sin embargo alertaron a las patrullas nocturnas acerca de un grupo de eufóricos religiosos con destino indeterminado.
Ahí me di cuenta que uno de los carabineros era de nuestros contactados, conocía muy bien la casa y parecía muy interesado en la descripción que hacía mi amiga de lo sucedido, así que apenas pude la empujé al primer taxi que se atravesó frente a la casa. Puede que yo haya estado paranoico, pero creo que el taxista había dejado a los bautistas para convertirse en Nuevo, lo supe cuando me saludó por mi nombre y preguntó por Felipe, aunque también puede ser que eso lo haya imaginado, como puede ser que en ese momento me haya bajado en el primer semáforo o que hayamos llegado a casa de mi amiga en ese taxi. No lo recuerdo. Sólo recuerdo que a Felipe no lo vi más, al menos no en persona, no como lo vi por última vez esa navidad, porque si lo volví a ver un par de días después de estas cosas, cuando me atreví a salir de la casa de mi amiga poco antes del año nuevo. Las llamadas periódicas a casa de Felipe, a su familia y su celular eran inútiles, los correos electrónicos parecían perderse en el vacío. Llegué a pensar que mi amistad con Felipe había sido sólo una alucinación, pero mi amiga me insistía en que algo raro había pasado, que no creía que a Felipe le hubiesen hecho nada serio. Fue entonces que lo volvimos a ver y no sólo a él, sino que a todo el séquito que había aparecido esa noche en la vieja casa de Ñuñoa.
Estábamos en un cibercafé buscando un lugar donde irnos un tiempo cuando a mano derecha del monitor distinguí a Felipe encabezando una procesión compuesta por los mismos novedosos de navidad. Se trataba de una webcam que enviaba una epiléptica imagen desde una esquina de Mitre en Bariloche, eran ellos vestidos con túnicas a la usanza palestina, daban la sensación de una representación de semana santa de colegio, pero un poco mejor, la imagen no duró más de dos minutos en que volví a ver gestos y actuaciones similares a la de la casa de Ñuñoa. Entonces entendí o creo haber entendido algo: Felipe quizás aburrido de la religión había creado su propia compañía de teatro, o algo parecido a una compañía de teatro para dar vueltas las creencias de la gente y de paso ganar algo de plata a su manera, sin depender de mis investigaciones y doctrinas, sin vender creencias, solamente representando en la vía pública, ante espectadores desprevenidos sus delirios creativos, su necesidad permanente de innovar.
Otra hipótesis es que Felipe, de verdad en apuros por causa del entusiasmo de Los Nuevos, inventó una salida creativa y les dobló la mano como sabe hacerlo un líder y quizás ahí tuvo su epifanía, quizás cual apóstol decidió dejar todo y pastorear a su grupo de fieles desquiciados y absolutamente adictos a la novedad, llevándolos en una procesión indefinida Sentí alivio y algo de rabia ¿había forma de averiguar que había pasado esa noche?, ¿significaba esto que Los Nuevos y el corretaje se acababan?, ¿tenía que ser tan rebuscadamente innovador?, ¿o estaba completamente loco? En ese momento miré a mi amiga y partimos a la casa de Ñuñoa, recogimos nuestras cosas, pague el arriendo, devolví las llaves y me vine a esta casa con vista a un lago (me encantan los lagos) donde trato de no pensar en religión, donde me he dedicado a leer economía política, donde no tengo que tomar micros, donde creo que con mi amiga fundaremos una colonia de agnósticos innovadores, o de emprendedores místicos ateos, no lo sé.
Por lo pronto saldré a pasear con nuestro perro “Neo”, aunque para mi amiga esta actividad ya parezca un rito de adoración canina. Aun si así fuera, indudablemente sería la única religión que toleramos practicar desde hace unos meses. Al menos públicamente.